Mi verano interior.

Por Aída Cerón

Ya no había clase cuando comíamos mantecado helado. Lo hacía mi abuela con la receta de la “mamá vieja” -mi bisabuela- y lo guardaba en el congelador, dentro de un barreño con un paño de tela por encima. Durante la hora de la siesta, que siempre se alargaba, hacíamos varios viajes a la cocina para degustar este manjar a base de huevo, leche, azúcar, canela y limón. Mi abuela veía su telenovela -Frijolito, La Gata Salvaje o alguna de esas- y si yo no me dormía, me aburría y se aburría ella de oírme. Siempre me decía con sorna: “¡pues prueba a darte con una piedra en la espinilla!”. Recuerdo la avenida desierta. Ni vehículos ni transeúntes interrumpían la sobremesa del verano en Totana, donde el calor fundía el asfalto y el silencio reinaba en la calle. Apenas lo interrumpían el canto de las chicharras y el gorjeo de las palomas, que solo se oían durante aquellos días de julio y agosto. La vida volvía cuando bajaba el Sol. Entonces salíamos todos al portal con nuestras sillas y banquetas, y a veces un agualimón: era la hora de “tomar el fresco”. Las vecinas se reunían con nosotras a charlar y el pueblo parecía volver a funcionar. Veíamos a la gente pasar, aunque algunos se paraban a saludar y no faltaba el comentario “¡pero qué mayor está tu nieta!”. Desde Madrid recuerdo aquellas tardes, aquellos momentos de inocencia y despreocupación, de pasar el tiempo ociosamente, de pensar solo en el presente. Son parte de mi verano interior; las memorias donde siempre estoy de vacaciones.

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